Llegaron las 7 de la noche. Ella llego sonriente como siempre. En esta ocasión traía una prenda extra que denotaba un viaje. Una crónica nueva estaba a punto de ser contada.
Se sentó tranquilamente en el sillón y con su alegría habitual solo alcanzo a decir. “No sé cómo estoy”.
Yo la mire alegremente y le asegure que si sabía que sentía. Solo necesitaba observarlo y platicarlo.
Entonces empezó una historia, una de esos pedazos de vida que me regala la gente cuando entra al consultorio y me cuenta su vida. Me deja entrar para enseñarles a amarse nuevamente, me dan un espacio en su vida y me motivan a ver que lo que hago es importante.
Ella se había dado cuenta de que había alguien enterrado en su corazón. Le había tomado dos años, mucha paciencia y el amor constante hacia sí misma reconocerlo. Y como suceden en estos momentos la tristeza empezó a enfriar su cuerpo, el clavo del dolor se clavó en su pecho y un par de lágrimas corrieron por sus mejillas.
Esas lágrimas liberaron mi alma. Una de las cosas más difíciles de ser terapeuta es admitir que solo puedes hacer lo que tus pacientes pueden, llevándote a aprender a bailar a su ritmo, acoplarte a su vida, sin embargo, esa parte que desea lo mejor hacia la gente que quieres se mete en tu interior, creo que esa es la razón por la que la mayoría de los terapeutas no quieren aceptar que hay cariño por sus pacientes, pareciese que no ver esa necesidad fuera a evitar el actuar precipitadamente.
En ese instante ella se dio cuenta de que toda su vida romántica había sido una repetición de esa relación no concluida. Como si quisiera que su cuento tuviera un final diferente, sin nunca poder lograrlo.
Y ahí sentada mirando al piso y llorando dio el primer paso a librarse de su pasado. Dándole un lugar a él le estaba dando un lugar a su historia, a sus aprendizajes. Ahora era tiempo de que el dolor le diera las lecciones más importantes y la tristeza la ayudara a pasar momentos tan duros.
Fui testigo de algo hermoso, realmente amo mi trabajo
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